24.1.10

Nada

Llevaba más de una hora sentado en la sala de espera. No había más revistas que hojear, y su mente se concentraba en la hipnótica tarea de vigilar el ventilador del rincón en su ir y venir. A ratos cerraba los ojos y sentía el aire frío acariciar su rostro en forma rítmica. Reinaba el silencio, era el único esperando allí. De pronto, una aparición lo sacó de su letargo; una mujer joven, sumamente pálida, de cabello castaño y ojeras enfáticas. Ojos pardos, algunas pecas y menuda, menudísima. Solo llevaba encima una bata blanca de enfermo. Su aspecto recordaba al de los fantasmas buenos, esos que no asustan, sino que simplemente deambulan por ahí, causando lástima en la retina de la gente de carne y hueso. Atravesó el lugar sin mirarlo, con expresión taciturna, como ida. Él se levantó de su asiento y la siguió por un largo pasillo de paredes blancas, en silencio, para no alarmarla. Le interesaba espiarla, saber adónde iba. No quería otra careta, con la suya propia le bastaba. Luego de varios minutos de caminar sin pausas a través del corredor desierto, la muchacha se detuvo ante lo que parecía ser el final del trayecto: una puerta blanca y ancha, que se extendía de un muro al otro. La joven empujó casi sin esfuerzo y cruzó el umbral. Él se acercó, y luego de dudar durante algunos segundos, decidió entrar también. Apoyó ambas manos sobre la puerta para empujar con fuerza pero, para sorpresa suya, esta no ofreció resistencia alguna. Al traspasar el umbral, se encontró en un cuarto blanco y amplio, de forma cúbica. La joven no se veía por ninguna parte. Dio media vuelta para marcharse, pero la puerta ya no estaba ahí. El cuarto carecía de muebles; eran sólo él, los gigantescos muros blancos y el tenue rayo de sol que ingresaba por un tragaluz en el techo. Y de pronto comprendió que no necesitaba más, que todo estaba ahí, la realidad desnuda y abstracta, sin ornamentos ni artificios, la realidad pura y sincera del uno mismo.